18 julio 2006

Jours de gloire - 9.7.2006

Fútbol. Mundial. Recuerdos de un niño con su álbum de cromos Panini. De un padre y de un abuelo conectados al transistor para seguir los partidos en “radiogacetadelosdeportes”, programa estrella del exilio español emitido por Radio Exterior de España. ¿Cómo no empezar este partido irónico-reflexivo con mi vecino de pantalla hablando del cuarto elemento de la (pos)modernidad? (De los tres primeros, política, sexo y cintas de vídeo iremos desgranando posteriores entregas).

Vísperas de la final del Mundial 2006. Francia contra Italia. Para que el pequeño Iván me llame “afrancesado” con fundamento –está resentido por la derrota en cuartos de su querida seleçao-, he de reconocer que tras el enésimo fiasco del equipo español, al que animo más por sinergias colectivas que por sentimiento de pertenencia –es lo que tiene ser apátrida de cabeza- espero que ganen los franceses (sin perjuicio de mi simpatía por el país transalpino, al que me unen fuertes vínculos en razón de mis eternos esponsales romanos), tal vez el único país en el que, de tener algún tipo de vínculo por nacimiento, creo que podría llegar a sentir cierto “patriotismo”. Además de poseer el único himno nacional que llega a emocionarme –quién no se ha conmovido en Casablanca cuando todos en el American Rick’s Cafe entonan el “alonsenfansdelapatrie” en respuesta a los cánticos nazis del III Reich-, su sentimiento “nacional” se basa generalmente en la identificación con valores comunes que encarnan las coordenadas en las que cualquier persona de izquierdas (aunque les gobierna la derecha en estos momentos) puede sentirse cómoda. El republicanismo, la libertad, la igualdad, la fraternidad, el laicismo. Dicho esto, la admiración no puede quedar exenta de críticas por las derivas alejadas de su ideario que se han puesto de manifiesto en los últimos tiempos.

Hace apenas dos semanas, Francia temblaba de miedo ante la posibilidad de caer eliminada en la primera vuelta. Nadie duda de que entonces habría vuelto a renacer el debate sobre el declive de una Francia que muchos vieron ingenuamente como la gran esperanza para la paz antes de la última locura imperialista yanki. Envuelta en un clima de nubarrones, donde la contestación social sigue viva, marcada por el fracaso del referéndum sobre el Tratado Constitucional de la Unión Europea, por la crisis de los suburbios de noviembre pasado, Francia duda de sí misma. Una nueva trayectoria caótica de los azules habría sumido al país en una depresión profunda. La alegría colectiva de los franceses, que ha ido in crescendo desde su victoria sobre la selección española, dirigida por un impresentable racista, ha servido de alivio temporal a sus dudas. Francia ha conocido en los últimos tiempos numerosas movilizaciones en contra de algo: contra el mencionado tratado constitucional, contra la precariedad social. Ahora se moviliza a favor de algo.

Lo sorprendente, en un momento histórico de individualismo mal entendido, es la voluntad, en Francia y en muchos lugares, de vivir juntos los momentos. Hay cada vez menos personas que ven solas los partidos del mundial. Se invita a los vecinos y amigos para compartir la intensidad del juego en bares y cafeterías. Sólo el deporte puede dar lugar a semejante catarsis, y sólo el fútbol, entre las diferentes actividades deportivas puede hacerlo hasta ese punto.

Y Francia se manifiesta en esta pasión colectiva porque se reconoce en su equipo. Se reconoce porque éste juega colectivamente, se muestra solidario y generoso en el esfuerzo. Sus jugadores, procedentes de los suburbios más conflictivos de ciudades francesas y de antiguas colonias -esa lacra histórica del triste imperialismo francés- son la muestra viviente de que la integración social y la multiculturalidad son posibles en un mundo polarizado por el fanatismo religioso y las pretensiones uniformadoras de las identidades pre-fabricadas. Thuram, Makelele, Vieira son portentos de despliegue físico y táctico a la par que jugadores elegantes en la cancha.

Y lo que es más, a años luz de su rival de hoy en la final, Francia tiene en sus filas jugadores capaces de dotar al fútbol de la categoría de arte. Zidane y Henry son jugadores eléctricos, desequilibrantes, magos de la pelota. ¿A quién destacaríamos en su rival? ¿Quién en Italia podría ser digno heredero de Pelé o Maradona? Aunque suene a tópico, quién sea amante del fútbol y del espectáculo, ha de estar irremediablemente a la espera de una victoria gala y de la consagración en el cénit de su carrera de un jugador, Zidane, que ha enamorado y dado grandes tardes de fútbol. ¿Cómo olvidar aquél gol mágico al Bayer Leverkusen en la final de la Copa de Europa? (la seguiremos llamando así, qué le vamos a hacer…). Lo contrario sería la victoria del anti-fútbol. Del “catenaccio” cicatero y marrullero de los italianos.

En un momento en que existe en Francia una división tan grande entre las élites y sus ciudadanos, la popularidad de su equipo y la simpatía que despierta se explica también por la sencillez y modestia de su comportamiento. De lo que se deduce que excelencia no significa necesariamente arrogancia. ¡Allez les bleus!

Tony Fernández

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