25 julio 2006

Fuego cruzado - 25.7.2006

El pequeño Iván me ha pillado a contrapié, aunque es plenamente justificable. Después de nuestros coqueteos con la pelota, íbamos a pasar a una religión menos divertida, la católica, para hablar de los desvaríos de su patriarca, el Papa de Roma. Y he aquí que me hace una finta y se planta de lleno en el más reciente escenario de la lucha entre las otras dos “grandes” religiones monoteístas, el islam y el judaísmo.

Líbano. Casas destruidas. Civiles huyendo de los escombros. Niños ensangrentados llevados en brazos hacia no se sabe dónde.

Si no fuese por la fecha de arriba, uno pensaría leyendo este travelling de reportaje periodístico que estamos de vuelta en los ochenta, cuando “Beirut” era para muchos de nosotros, entonces niños, una cuña obligada en los informativos. Pero no. Aunque haya retrasado –mea culpa- mi respuesta a las reflexiones de mi querido vecino, no había nada que temer en cuanto a la pérdida de actualidad de este asunto. El berenjenal de horror de Oriente Medio, con Palestina como punto central (con el permiso de Irak, sobre el que volveremos a buen seguro), lleva el triste camino de batir los records de longevidad de aquellas guerras de los treinta y los cien años que contenían nuestros libros de texto y que nunca llegamos a entender del todo.

Esas escenas de destrucción absurda siguen bombardeando nuestra pantalla y las portadas de periódicos sin que se nos expliquen con un poco de claridad las partes, las causas y el desarrollo del conflicto. Nombres como Hezbolá, Israel, Hamas, Gaza, Altos del Golán, Siria, Cisjordania siguen siendo un enigma para la mayor parte de televidentes. Mi ponderado vecino ha tenido la comprensible tentación de buscar una explicación a la coyuntura actual, al capítulo de ahora, poniéndose en la piel de Goliat (ironías del destino, Israel ha dejado de ser David para convertirse en el gigantón) y tratando de ver cómo salir de la crisis de estos momentos. Es en cierta medida bueno adoptar esta actitud, máxime teniendo en cuenta que desde Europa se mira con cierta simpatía e indulgencia la causa de los palestinos –cómo no sentirse identificado de alguna forma con quien combate habitualmente los misiles de los helicópteros israelíes con piedras y cócteles molotov-.

No obstante, lo de ahora no parece más que una orgía de bravuconadas militaristas de unos y otros, lanzando cohetes y misiles ¡inteligentes! sobre la población civil, destruyendo las infraestructuras de un país que apenas comenzaba a dejar atrás esa imagen de campo de batalla cotidiano. Una puesta en escena barata de la llamada diplomacia de Estados Unidos y la (des)Unión Europea, haciendo viajes de placer y lanzando cada día declaraciones abstractas que más que diplomáticas son cobardes. La diplomacia no debería ser el arte de no decir nada sino el de decir lo que no gusta sin que eso levante regueros de sangre. Fracaso.

El análisis que hace Iván es sin duda correcto en el corto plazo. Pero hay muchas variables que tener en cuenta que exceden del espacio que nos concedemos para no aburrir al lector. Dejando unas pinceladas apuntadas para futuros debates con una perspectiva más amplia, el Estado de Israel se constituyó en un territorio que pertenecía a otro pueblo como una compensación por los agravios históricos inflingidos por el antisemitismo europeo, con el holocausto nazi como último pedaño del genocidio. Desde entonces se busca rehabilitar el estatus de los territorios palestinos y de los millones de refugiados que algún día desearían volver a su tierra o a lo que queda de ella. La religión crea sin duda una barrera difícil de franquear para afrontar una salida viable y respetuosa con los deseos de paz y prosperidad de todos los afectados. Pero antes de llegar a esos obstáculos, convendría –como siempre he defendido- dejar a un lado la nefasta influencia externa de los actores extraños al conflicto. Bush habla de la "mierda de Hezbolá", la guerrilla chií del Líbano, una de las partes del conflicto actual, olvidándose que los gobiernos del país que preside llevan defecando en esa zona, es decir, armando hasta los dientes a unos (Israel de forma directa) y a otros (los palestinos de forma indirecta) desde hace décadas. De hecho, sin ser muy amigo de la teoría de la conspiración, esto más parece una feria de pruebas de nuevos y sofisticados inventos sangrientos a beneficio de las industrias de guerra (yankees) que un conflicto con algo sustancial de fondo. Los soldados secuestrados no son más que un pretexto patético. Como las armas de destrucción masiva de Irak. Ahora no hace falta mucho para invadir un país. Y para no ser autoindulgente, Europa y sus miembros no se han caracterizado precisamente por un control del tráfico de armas muy riguroso que digamos. Si los ánimos están exaltados, lo mejor no es facilitar al personal armas con las que degollarse. Lo sabemos bien en Europa después de un siglo de guerras fratricidas.

Así que para parar esta matanza y el éxodo de un país, el Líbano, cuna de nuestra (in)civilización, es preciso una mediación contundente e imparcial –no es correcto pedir el desarme a Hezbolá cuando Israel es como apuntaba el pequeño Iván un grave infractor de la legalidad internacional junto-. Es necesario además la interposición de una fuerza de Naciones Unidas –no de la OTAN- que sirva de contención entre los dos bandos, y un apoyo sólido y decidido al gobierno libanés, cuya debilidad es clave a la hora de explicar por qué Hezbolá es hoy una especie de para-Estado dentro del Estado. Por último es indispensable sentar de una vez por todas a los demás actores que están metidos hasta el cuello manipulando el sufrimiento de los ciudadanos palestinos e israelíes. Irán, Siria, Egipto, Jordania, Arabia Saudí, además de Estados Unidos, Europa y Rusia, han de sentarse a la mesa de negociación y dejar de entorpecer y frustrar las esperanzas de los ciudadanos de a pie israelíes y palestinos que no apoyan las medidas sanguinarias y los abusos de poder de sus gobernantes.

Una solución viable es ésa, más allá de tacticismos militares vacíos y de las interpretaciones de analista de opereta que hacen muchos columnistas en la prensa que no han entendido nada a lo que se juega en el tablero de Oriente Medio.

A partir de ese primer paso, será preciso abordar de una forma paciente pero firme un proceso de paz que hasta la fecha ha sido más proceso que paz.

Tony Fernández

18 julio 2006

Contra todos los enemigos - 17.7.2006

La crónica de esta semana empieza con un imprevisto: antes de que el gran Tony se marchara a Estocolmo, habíamos acordado que el tema de esta semana sería la visita del papa Ratzinger a Valencia. Sin embargo, antes de que pudiéramos ponernos manos a la obra con este tema, la actualidad se encargó de relegar la homilía de Ratzi a un segundo plano. Por un motivo sencillo: mucho más importante que discutir si una familia monoparental es una familia es una situación en la que personas están perdiendo lo que ellas llaman “familia” (con independencia de la clasificación papal). Y esto está ocurriendo ahora mismo en Líbano y en Israel. El apasionante debate sobre el Vaticano queda, pues, aplazado.

El día ha empezado con una nueva gafe de George W Bush en la cumbre del G-8: en una conversación privada con Tony Blair, no se ha percatado de que había micrófonos abiertos, y dijo esta frase: “Hay que hacer con que Siria convenza a Hezbolá a parar con esta mierda”. Puede que haya sido una gafe, pero esta vez Bush no ha dicho ninguna estupidez. Pese a que la mayor parte de la opinión pública europea está asentada en la idea de que los israelíes son genocidas bárbaros, creo que hay elementos por detrás de esta crisis que deben recordarse antes de llegar a una condena tan amplia de Israel:

¿De quién se defiende Israel? – En los últimos días, se ha dicho que “Israel es la única nación agresora en este conflicto” o “Líbano no constituye una amenaza a Israel”. Efectivamente, Líbano, en cuanto país y potencia militar, no es (y ni podría ser) una amenaza a uno de los ejércitos más poderosos del mundo. Con todo, se trata de un argumento que ignora el carácter fragmentario y débil del Estado libanés. Líbano es un país que todavía tiene abiertas las dolorosas heridas de una de las más cruentas guerras civiles que se recuerdan, y en el que el Estado tiene grandes hipotecas pendientes: el miedo a un nuevo conflicto entre sus facciones étnico-religiosas, la influencia de Siria (que sólo recientemente, y tras movilizaciones por parte de la población libanesa – la llamada “revolución del cedro” – retiró a sus tropas del territorio libanés, y la presencia de Hezbolá en la sociedad libanesa. Hezbolá fue el primer grupúsculo terrorista a establecer una estrategia político-social que ahora está en boga en los países de la zona: por un lado, justificaba su actuación terrorista por la resistencia al agresor sionista (con un agravante: Hezbolá puede presumir de haber resistido a Israel durante años, y de haber contribuido de forma decisiva a la retirada de las tropas israelíes del sur de Líbano), y por el otro, ha sabido aprovecharse de la ineficacia de las instituciones del Estado para crear un para-Estado popular entre la población civil, y en el que posee un control casi absoluto. Hezbolá no está bajo el control del Estado libanés; en efecto, es el Estado el que debe doblegarse ante la agenda marcada por Hezbolá y coordinada desde el exterior por sus patrocinadores, Siria e Irán. Tanto es así que en los últimos días políticos locales pedían a la comunidad internacional que les ayudaran a controlar a Hezbolá... Por tanto, la primera premisa de este conflicto es la de se trata de un conflicto entre Israel y Hezbolá, en el que un Estado inexistente paga los platos rotos de su debilidad.

¿Cómo ha empezado este conflicto? Pese a la tendencia de la prensa europea a identificar el inicio del conflicto con el secuestro de soldados israelíes, los ataques de Israel se deben al ataque con misiles perpetrado por Hezbolá en el norte de Israel. Con independencia de que la respuesta de Israel haya sido desproporcionada (lo es) y que haya causado un daño irreparable en infraestructuras de las que se beneficiaba la población civil, y no Hezbolá, hay que recordar que Hezbolá es una amenaza real y que cuenta con armamento proporcionado por Siria e Irán. En efecto, sus misiles son capaces de alcanzar a Haifa, y seguramente estarán en condiciones de atacar a Tel Aviv. La moral de sus tropas están crecidas, y ellos saben que este ataque les rendirá grandes réditos si la comunidad internacional interviene de forma poco contundente (supuesto más probable a fecha de hoy). Y este ataque de Hezbolá no fue un ataque planificado en un par de días, sino que es la consecuencia de todo un despliegue de posiciones a lo largo de la frontera con Israel. ¿Hay que parar a Hezbolá? Sí, desde luego. ¿Pero quién lo podrá detener? Desde luego, no será el Estado libanés. Pero tampoco serán los bombazos de la aviación israelí.

¿Quién gana con este conflicto? Desde luego, no es Israel. La opinión pública árabe no perdonará una nueva agresión de Israel contra un Estado árabe, y seguramente esta operación contribuirá a la radicalización de las poblaciones de los Estados vecinos (Líbano, Siria, Jordania, Egipto). La guerra de la opinión pública la tiene perdida, por más que los cazas israelíes tiren octavillas sobre Beirut con consignas de que Hezbolá es el verdadero enemigo. Lo es, pero no convencerán a nadie con bombas. Israel seguramente perderá la batalla moral, pero no pueden permitirse perder la batalla militar. Hezbolá está en condiciones de presumir de resistir al invasor sionista y podrá fortalecerse más con este conflicto, máxime si sus principales líderes logran sobrevivir. Y expandirá su autoridad moral a toda la zona. A su vez, Irán y Siria ganan mucho; tendrán en Hezbolá su punta de lanza contra Israel y, a la vez, no se ensuciarán las manos en un conflicto directo. En Damasco y Teherán reina la alegría y la impunidad.

¿Cómo terminar este conflicto? A Israel le conviene un alto al fuego en los próximos días, pero no pueden regalar la victoria moral a Hezbolá. No ayuda nada el hecho de que altos mandos militares hagan declaraciones subidas de tono, rozando la fanfarronería. Deberán retroceder (incluso porque esta ofensiva es insostenible), pero logrando una intervención internacional dura en Líbano. Naturalmente, juega en su contra el hecho de que son el país que más y más sistemáticamente ignora la legalidad internacional (al respecto, es una broma macabra que reclamen el cumplimiento, por parte de Líbano, de la Resolución de la ONU que insta a la desaparición de Hezbolá, cuando Israel incumple la Resolución que les conmina a retirarse de los territorios ocupados en Palestina). En el fondo, esto no terminará. Como en la película “Free Zone”, del cineasta israelí Amós Gitai, que empieza con una imagen picassiana de Natalie Portman llorando mientras una canción espeluznante describe una espiral de violencia que nunca termina, que no puede terminar.

Iván Rabanillo

Zidane pudo reinar - 12.7.2006

Empezaré en el estilo del gran Tony: Fútbol. Mundial. El niño del álbum de cromos está en un bar. Humo. Cerveza. No se trata de una emisión radiofónica de los 80 sino que una retransmisión por la BBC (males de la globalización). Penalti. Tira Zidane. A lo Panenka. Gol. El niño sonríe. Recuerda la portada del diario “Marca”, que retrataba Zidane con un balón y contenía la frase: “Ella también te echará de menos”. Nunca un jugador de fútbol tuvo una despedida tan bella.
Me gustan las palabras de mi vecino de la otra orilla: son sencillas. Son bellas. Y, sobre todo, son justas. Como su autor. Pero una vez más tendré que discrepar de Tony, aunque admiro su profunda, encomiable coherencia.

Ha sido un mal partido por parte de ambos equipos. Decir que Francia practicó fútbol-arte es algo que ni siquiera el francés más chovinista se atrevería a afirmar. Y no lo haría por una sencilla razón: se sonrojaría al comparar a Malouda, Ribéry et al con Giresse, Platini, Tigana y otros grandes del fútbol galo. Italia era Italia, ¿qué le vamos a hacer? Pero estaba Zidane, aunque estaba apagado. Su mejor momento, el penalti. Que ni siquiera fue penalti. Un fatalista diría que esta ya era una señal del carácter espurio del partido. Un partido en que el gran protagonista fue el arlequinesco Materazzi. Materazzi cometió el penalti inexistente, igualó el encuentro, desquició a Zidane y ayudó a Italia a ganar la tanda de penaltis. Hubiera debido ser el MVP del partido, juntamente con Zidane. Pero no por méritos futbolísticos, sino porque ambos protagonizaron una de las más bellas tragedias del fútbol.

No hablaré del ambiente de fiesta en Berlín; no hablaré de los homenajes preparados; no hablaré del decrépito Chirac, a la espera de su segundo de gloria al lado del que todos veían vencedor... Estuvo bien. Y Zidane correspondió con una de las jugadas más osadas que se recuerdan en una final de Mundial. Fue perfecto. No obstante, este partido se recordará por el cabezazo de Zidane a Materazzi.

Lo mejor es que esto pudo no haber ocurrido: un minuto antes, Zidane pudo marcar con un soberbio testarazo. De haber entrado aquél balón, el partido hubiera terminado inmediatamente y Zidane hubiera salido a hombros del estadio. Pero entonces vino Materazzi. Materazzi es un tipo rufianesco curtido en toda clase de batallas; y todavía mantiene fresco el recuerdo de las violentas tardes de fútbol callejero, recuerdo que los mensajes de “fair play” intentan acallar. Zidane, a su vez, también es un producto de los partidillos entre niños sin árbitro ni reglas: ¿de dónde vinieron sus mejores jugadas, como la alabada ruleta? De la calle, en la que los niños juegan tanto a ganar como a evitar que el adversario te dé patadas que no serán castigadas. En este sentido, la ruleta es una jugada perfecta: a la vez que Zidane evita el contacto por parte del contrario, también se pone en una posición que facilitaría propinar un codazo al rival. No nos engañemos; cualquier partido de barrio es más violento que el más reñido derby del mundo.
Materazzi, empleando la táctica de toda la vida de los defensas de la calle, trató de desestabilizar a Zidane: le insultó, le llamó nombres, dijo que su hermana era una puta. En fin, todo lo que se suele hacer en la calle. Y Zidane picó. Harto de los insultos, atacó a Materazzi a traición, con alevosía, dándole un cabezazo donde sabía que le dejaría KO. En este momento, Zidane empleó todo lo que aprendió en los arrabales de Marsella, y se portó como lo que es: un chico orgulloso que no deja que nadie insulte a sus seres queridos sin tener su merecido. Un chico humilde que no se deja humillar.

En el fondo, Zidane debería ser alabado por su acción, y no condenado por dar “mal ejemplo” a los jóvenes. Pero ¿qué es un mal ejemplo? Dejarse humillar o reaccionar ante un agravio que ensucia lo más precioso que tiene una persona? En aquél momento, Zidane se transformó en un niño de 11 años a que no importa los honores, los homenajes, la hipocresía, sino el llegar a casa, mirar a su madre y saber que un tipo cualquiera no la llamó “puta” impunemente. Y lo que se hace en la calle se queda en la calle: Zidane no dijo una sola palabra acerca del insulto de Materazzi. Es la omertà de Marsella. No importa la vana gloria (los “jours de gloire” de que habla Tony) sino la dignidad.

Vale, esto no es “fair play”. Pero el “fair play” tiene una gran contradicción: los mejores jugadores del mundo son gente que aporta al fútbol toda la picaresca de la calle (como Pelé, Maradona o Zidane). En cambio, los jugadores de “laboratorio”, es decir, los que provienen de academias de fútbol, y que entrenan con material de última generación en campos de césped artificial, sólo producen aburrimiento. En resumen: el pasado, el presente y el futuro del fútbol pasa por la calle. Y en la calle no hay “fair play”, hay broncas, racismo y – por encima de todo – instinto de supervivencia. Es una gran hipocresía decir que Zidane es un crack cuando hace un control espectacular y decir que es un traidor cuando es fiel a sus orígenes y a su gente. Lo tomas o lo dejas.

Creo que esto último es lo que Zidane transmitirá a sus hijos – y quizás no se equivoque.

Iván Rabanillo

Perdió el fútbol - 12.7.2006

Dice el pequeño Iván que rectificar es de sabios. Como en aquellas lecciones de escolástica de nuestras clases de filosofía en el bachillerato, déjame decirte, estimado vecino de la otra orilla, que si vuelves a leer la expresión, un análisis tranquilo da como resultado que rectificar es más bien propio de bocazas que de personas juiciosas. Lo cual no obsta para que quien suscribe esté de acuerdo contigo en que reconocer los errores es indispensable para aspirar a un mínimo de honestidad intelectual.

Valga esta pequeña reflexión como introducción a este epílogo futbolero con el que damos nuestros primeros pasos en la red.

Minuto 110 de la final del mundial 2006. Un cabezazo propinado por Zidane, jugador del equipo francés, a Materazzi, del italiano, es castigado por el árbitro del partido con una tarjeta roja -es decir, Zidane es expulsado-. Millones de espectadores lo han visto. La sentencia es inapelable y deja a todos los buenos aficionados al fútbol tristes. Conmocionados. La final perdió todo su interés. Los penaltis con los que se dirimió el empate fueron insípidos y ni siquiera de haber ganado Francia el sabor amargo de ver quebrada la confianza en un grandísimo jugador de su fútbol se hubiese disipado. En el último día de su carrera deportiva, Zidane dejó detrás de sí no sólo a sus compañeros sin líder sino también una imagen que enturbiará a buen seguro la memoria que de él se tenga.

Hasta ese minuto 110, el guión del partido respondió con absoluta claridad a lo apuntado en mi anterior artículo. Zidane marcó un gol que quedará grabado en la retina de los aficionados. Un gol de penalti “a lo Panenka”, es decir, con farol y tiro suave y bombeado para batir al portero Buffon, uno de los mejores del mundo. Italia fue inexistente y cicatera, como era de prever, encontrándose un gol de empate casi de casualidad. Ningún jugador italiano pudo ni siquiera acercarse al nivel de elegancia en el juego de Zidane e incluso de Henry, Malouda o Ribery. ¿Gattusso? Sin duda un jugador que todo entrenador quisiera tener en su equipo. Pero ni Gattusso con toda su entrega pudo eclipsar durante 110 minutos al astro francés, que hizo lo que quiso y cuando quiso. Si Francia no se llevó el partido antes no fue por falta de merecimiento sino por falta de acierto ante el gol.

Con lo cual, lamentándolo mucho, pequeño Iván, era imprevisible saber -probablemente incluso para el propio Zidane – lo que iba a suceder. Simplemente se ha quebrado el principio de confianza, del cual no se puede rectificar dado que se basa en la creencia, no en la evidencia. Y ahí sí, debo admitir que no esperaba semejante reacción desproporcionada. Absurda. Nada justifica que uno pierda los papeles de esa forma, por mucho que se adivinen las tristes costumbres provocadoras de algunos jugadores y los habituales instintos racistas y fascistas de muchos de ellos. Hasta sus propios hijos habrán visto esas imágenes. Zidane no sólo es un icono publicitario, sino un modelo a seguir para los jóvenes - de los pocos que quedan, ya que los referentes medio decentes son escasos -. Ese gesto violento ha tirado por la borda muchos discursos bonitos y muchas pancartas de fair play antes de cada partido.

Aunque el juicio futbolístico podría permanecer inmune a este tipo de hechos, para mí, - y en eso he de ser coherente con lo que siempre he pensado – un impresentable sobre el terreno de juego no puede ser un mito futbolístico. Ha de ser un caballero en el sentido noble y no aristocrático de la palabra. Por poner un ejemplo, Stoichkov, que pisaba a los árbitros además de pasarse el partido insultando a todo bicho viviente, no merece la categoría de gran jugador. Ya no nos vamos a ir a lo que hacen los jugadores en su esfera privada, pero desde luego lo que se hace en la cancha, incluyendo el comportamiento ante los contrarios, es fundamental para pasar el listón que separa a los grandes mitos del fútbol de los buenos jugadores sin más. Y desgraciadamente, como en las tragedias, un hecho aislado puede dar al traste con el esfuerzo de toda un vida. La vida a veces es como esas tragedias griegas. Es su grandeza y su miseria. Y las personas han de saber asumir con dignidad que nos la jugamos casi a cada paso y que una brizna de viento puede derrumbar los castillos de naipes que construimos. Ésa es la moraleja con la que me quedo. Ésa, y que el fútbol ramplón y mediocre ha vencido al fútbol-arte. Fútbol es fútbol.

Tony Fernández

Jours de gloire - 9.7.2006

Fútbol. Mundial. Recuerdos de un niño con su álbum de cromos Panini. De un padre y de un abuelo conectados al transistor para seguir los partidos en “radiogacetadelosdeportes”, programa estrella del exilio español emitido por Radio Exterior de España. ¿Cómo no empezar este partido irónico-reflexivo con mi vecino de pantalla hablando del cuarto elemento de la (pos)modernidad? (De los tres primeros, política, sexo y cintas de vídeo iremos desgranando posteriores entregas).

Vísperas de la final del Mundial 2006. Francia contra Italia. Para que el pequeño Iván me llame “afrancesado” con fundamento –está resentido por la derrota en cuartos de su querida seleçao-, he de reconocer que tras el enésimo fiasco del equipo español, al que animo más por sinergias colectivas que por sentimiento de pertenencia –es lo que tiene ser apátrida de cabeza- espero que ganen los franceses (sin perjuicio de mi simpatía por el país transalpino, al que me unen fuertes vínculos en razón de mis eternos esponsales romanos), tal vez el único país en el que, de tener algún tipo de vínculo por nacimiento, creo que podría llegar a sentir cierto “patriotismo”. Además de poseer el único himno nacional que llega a emocionarme –quién no se ha conmovido en Casablanca cuando todos en el American Rick’s Cafe entonan el “alonsenfansdelapatrie” en respuesta a los cánticos nazis del III Reich-, su sentimiento “nacional” se basa generalmente en la identificación con valores comunes que encarnan las coordenadas en las que cualquier persona de izquierdas (aunque les gobierna la derecha en estos momentos) puede sentirse cómoda. El republicanismo, la libertad, la igualdad, la fraternidad, el laicismo. Dicho esto, la admiración no puede quedar exenta de críticas por las derivas alejadas de su ideario que se han puesto de manifiesto en los últimos tiempos.

Hace apenas dos semanas, Francia temblaba de miedo ante la posibilidad de caer eliminada en la primera vuelta. Nadie duda de que entonces habría vuelto a renacer el debate sobre el declive de una Francia que muchos vieron ingenuamente como la gran esperanza para la paz antes de la última locura imperialista yanki. Envuelta en un clima de nubarrones, donde la contestación social sigue viva, marcada por el fracaso del referéndum sobre el Tratado Constitucional de la Unión Europea, por la crisis de los suburbios de noviembre pasado, Francia duda de sí misma. Una nueva trayectoria caótica de los azules habría sumido al país en una depresión profunda. La alegría colectiva de los franceses, que ha ido in crescendo desde su victoria sobre la selección española, dirigida por un impresentable racista, ha servido de alivio temporal a sus dudas. Francia ha conocido en los últimos tiempos numerosas movilizaciones en contra de algo: contra el mencionado tratado constitucional, contra la precariedad social. Ahora se moviliza a favor de algo.

Lo sorprendente, en un momento histórico de individualismo mal entendido, es la voluntad, en Francia y en muchos lugares, de vivir juntos los momentos. Hay cada vez menos personas que ven solas los partidos del mundial. Se invita a los vecinos y amigos para compartir la intensidad del juego en bares y cafeterías. Sólo el deporte puede dar lugar a semejante catarsis, y sólo el fútbol, entre las diferentes actividades deportivas puede hacerlo hasta ese punto.

Y Francia se manifiesta en esta pasión colectiva porque se reconoce en su equipo. Se reconoce porque éste juega colectivamente, se muestra solidario y generoso en el esfuerzo. Sus jugadores, procedentes de los suburbios más conflictivos de ciudades francesas y de antiguas colonias -esa lacra histórica del triste imperialismo francés- son la muestra viviente de que la integración social y la multiculturalidad son posibles en un mundo polarizado por el fanatismo religioso y las pretensiones uniformadoras de las identidades pre-fabricadas. Thuram, Makelele, Vieira son portentos de despliegue físico y táctico a la par que jugadores elegantes en la cancha.

Y lo que es más, a años luz de su rival de hoy en la final, Francia tiene en sus filas jugadores capaces de dotar al fútbol de la categoría de arte. Zidane y Henry son jugadores eléctricos, desequilibrantes, magos de la pelota. ¿A quién destacaríamos en su rival? ¿Quién en Italia podría ser digno heredero de Pelé o Maradona? Aunque suene a tópico, quién sea amante del fútbol y del espectáculo, ha de estar irremediablemente a la espera de una victoria gala y de la consagración en el cénit de su carrera de un jugador, Zidane, que ha enamorado y dado grandes tardes de fútbol. ¿Cómo olvidar aquél gol mágico al Bayer Leverkusen en la final de la Copa de Europa? (la seguiremos llamando así, qué le vamos a hacer…). Lo contrario sería la victoria del anti-fútbol. Del “catenaccio” cicatero y marrullero de los italianos.

En un momento en que existe en Francia una división tan grande entre las élites y sus ciudadanos, la popularidad de su equipo y la simpatía que despierta se explica también por la sencillez y modestia de su comportamiento. De lo que se deduce que excelencia no significa necesariamente arrogancia. ¡Allez les bleus!

Tony Fernández

Ganará Italia - 9.7.2006

Esta tarde se disputará la final del Mundial de Fútbol entre Italia y Francia. En las últimas horas, todos los medios informativos nos bombardean con cifras que demuestran que será el evento deportivo más visto de la historia; pero en el fondo, esta es una información irrelevante. ¿Será la gran final más importante por el hecho de que tantos millones la vean? Probablemente no.

Quizás la importancia del evento resida en el hecho de que en lugares del mundo en que el fútbol todavía no es un rehén de la mercadotecnia (por falta de mercado, no por falta de ganas) haya gente que sacrifique mucho más que una hora y media de sus vidas para ver este partido. No suelo creer que las películas representen la realidad, pero si hay tantas que cuenten historias de cómo la gente las pasa canutas para ver este partido (recuerdo la película butanesa The Cup que, para más inri, es la primera película de la historia de Bután, y la película La Gran Final, actualmente en las carteleras de España), puede que haya algo de cierto en ellas.

Pero lo que verdaderamente me preocupa en las horas previas a la final no es tanto la aventura de la gente que ama el fútbol, ni todas las asociaciones que podrían hacerse en este momento entre el fútbol y la situación política de los países que disputan la final – sino que todavía no sé a cuál equipo animaré esta tarde.
Timothy Garton Ash, en el dominical de El País de hace dos semanas, decía que la grandeza del Mundial reside en el hecho de que casi todo el mundo anima al equipo de un país que no es el suyo cuando el suyo propio resulta eliminado. Es cierto; sin embargo, se trata de un ejercicio de buena fe, no de fidelidad. Por ejemplo: animé a Alemania contra Argentina (aunque debo admitir que lo hice por rivalidades regionales), pero en la semifinal entre Alemania e Italia, estuve con Italia.

Esto último resulta sorprendente; Italia, desde siempre, es un sinónimo de juego defensivo, falto de talento y creatividad, del tan denostado catenaccio. Además, la gran mayoría de los jugadores titulares de la selección italiana están involucrados en el reciente escándalo de corrupción que podría mandar la Juventud a la tercera división... por amañar partidos. En resumen: los italianos son defensivos, corruptos y poco amigos del riesgo. Ergo, no deberían caer bien a nadie.

Pues no. Italia hizo un partido espectacular ante Alemania, e incluso cometió la locura de tener sobre el terreno de juego, en plena prórroga, cinco jugadores de corte ofensivo (Pirlo, Totti, Del Piero, Gilardino e Iaquinta), y arrolló a los anfitriones con buen juego y osadía. Y en defensa, los italianos rebosaron solidez, y sin violencia – a cada intervención de los centrales italianos, no podrías dejar de pensar: “que bueno es este tío”. Pero la clave del éxito italiano reside en el carácter de un jugador que suele ser citado por sus detractores como un ejemplo del antifútbol: se llama Gennaro Gattuso. Sobre el papel, Gattuso es un mediocentro defensivo, sobrado de piernas y pulmones, que se multiplica sobre el terreno de juego y que tiene como especialidad robar balones que inmediatamente entrega a sus compañeros mejor dotados para la práctica del fútbol. En teoría, casi todos los equipos tienen un jugador con estas características.

Pero Gattuso no es un jugador corriente; es un prodigio de voluntad. La entrega de Gattuso en cada partido resulta sobrecogedora: en 90, en 120 minutos, no deja de correr, de luchar, de animar a sus compañeros. Quiere ganar, y recuerda a los demás jugadores – todos millonarios, no nos engañemos - los motivos por los que hay que ganar: que la gente de su país, su gente, está entregada a su causa. Quizás también recuerde su infancia en el sur de Italia; de su llegada al frío norte con su cara y modales de terrone. No hace falta haber visto a Rocco y sus hermanos para saber que en estas circunstancias uno tira de lo mejor que tiene para triunfar: su voluntad, su corazón, su ilusión. Y pese a su fama de duro, se trata de un jugador que no es violento. Gana las jugadas porque quiere ganarlas más que su adversario.

Evidentemente, Gattuso no será recordado como uno de los mitos de las Copas del Mundo: dicho privilegio está reservado a los finos estilistas, a los maestros del gol, a gente como Pelé, Maradona, Platini, Cruyff, Ronaldo, etc. En efecto, Gattuso no está llamado a hacer historia. Y si gana Italia seguramente él no será considerado el mejor jugador – este honor recaerá sobre el inteligente Pirlo o el ágil Totti -, pero pocos tendrán dudas de que él es el alma de su equipo. Y si pierde, seguramente no hablará con nadie, encajará la derrota con dolor y pasará tres días sin comer – lo que no deja de ser algo poco corriente en tiempos que los buques insignia de sus equipos (como Ronaldinho) se van de fiesta nada más caer eliminados. Gattuso, en cambio, es sólo un hombre honesto que cree en una ética del trabajo. Como mucha gente que verá la final hoy.

Por todo ello, deseo que Italia gane. No importa que Francia tenga a Zidane, que seguramente es uno de los grandes de todos los tiempos. No importa que Zidane merezca ser coronado en su partido de despedida, y que la Copa del Mundo es el escenario perfecto para que él sea aclamado. No importa que Francia haya eliminado a mejores equipos en su camino hacia la final. Incluso admito que podría ser injusto que ganara Italia. Pero por más que intente convencerme de que Francia debería ganar, sé que en cuanto vea a este partido me concentraré en la labor tenaz de Gattuso, y querré que él tenga su recompensa.

Iván Rabanillo